La Revolución Cubana sigue en pie, demostrando que otro mundo es posible
La irrupción de la Revolución Cubana a partir de 1959 en el escenario político mundial, tuvo muy profundas repercusiones y ejerció influencias poderosas no sólo en América Latina, sino en prácticamente todos los países. Y esta enorme capacidad de influjo se puede analizar desde varias disciplinas y desde muy diferentes perspectivas, incluida la psicoanalítica, pues a través de la Cuba revolucionaria podemos establecer algunos paralelismos y extrapolaciones interesantes para entender toda la fenomenología que rodeó al exitoso experimento cubano
Si utilizamos a la familia como metonimia del mundo, es decir, si consideramos que el concierto de las naciones es –después de todo– una familia obligada a convivir, veremos por qué el papel de Cuba ha sido y sigue siendo insoslayable.
Seguramente estaremos de acuerdo en que el mundo (o el conjunto internacional) está articulado como una familia disfuncional, pues actúa como una sociedad parental que se fagocita mutuamente; con abusos de unos contra otros y donde los miembros más poderosos maltratan a sus componentes más débiles. Donde el diálogo verdadero no existe, o es elaborado con premisas destinadas a mantener sus dinámicas patológicas.
Si miramos desde una perspectiva psicosocial a cualquier familia disfuncional –aquellas con miembros alcohólicos, ludópatas, maltratadores o abusadores sexuales– veremos que los patrones que imperan en su convivencia se asemejan en mucho a los modelos impuestos en la geopolítica mundial. Los comportamientos tóxicos que se registran en muchas familias y contaminan a todos sus miembros, son perfectamente análogos a los de la convivencia internacional, generando fenómenos como los descritos por el psicoanalista alemán Erich Fromm (1900-1980) en su libro de 1962, Las Cadenas de la Ilusión. Fromm nos habla de una “psicopatía del conjunto”, cuando ciertos patrones tóxicos se generalizan, tornándose válidos y legítimos, generando de esta manera una enfermedad colectiva que nadie, o casi nadie advierte, precisamente por ser generalizada. Para Fromm, que vivió en plena Guerra Fría, ésta era un síntoma de la decadencia civilizatoria, pues a pesar de la destrucción nuclear implícita en ella, prevalecía un odio inspirado en un narcisismo maligno y suicida entre las superpotencias.
Sin embargo, en sus textos Fromm señalaba que siempre emergen elementos disruptores que advierten o se apartan de aquella psicopatía del conjunto, generando una ruptura en el sistema imperante. Así, en una familia con un problema de alcoholismo, de abuso, de violencia, etc., cuando algún miembro toma una distancia higiénica de estas problemáticas, es atacado, criticado y desacreditado por el sistema imperante y por los miembros intervinientes, justamente porque ese señalamiento rupturista pone en evidencia la psicopatía del conjunto.
Ese lugar incómodo del disidente que se resiste a la deshumanización y que señala la enfermedad del conjunto, sin dudas fue ejercido por Cuba en la geopolítica del siglo XX. La Revolución nutrida del pensamiento de Fidel Castro expresado en infinidad de foros internacionales, en libros y artículos, de alguna manera asumió el papel de señalar la psicopatía de la civilización actual. Alzó la voz ante sus horrores programados, denunció sus falsas consignas democráticas y su empeño en un militarismo irracional y destructivo. Esta ruptura ideológica y moral con un mundo enfermo por intereses corporativos y pretensiones imperialistas de unos pocos países poderosos, fue reforzada en el discurso cubano por una demostración fáctica de que otros modelos de sociedad y de hacer política son posibles. Al igual que un miembro familiar que se rebela contra el abuso, Cuba invitó al cambio y produjo hechos que expusieron el incumplimiento de las premisas formales que los países centrales elaboraron tras la II posguerra. Evidentemente, el precio que debió pagar Cuba y su Revolución fue un silenciamiento cómplice de multitud de gobiernos, el escarnio y los intentos de aislamiento pues –al igual que en una familia enferma– las verdades cubanas atentaban contra todo el andamiaje en que se sustentaba la psicopatía del conjunto, que hoy sigue en auge.
Al promover una sociedad sin analfabetismo, sin índices de hambre estructural, con plena salud universal y gratuita, lo que Cuba puso en evidencia fue el sustrato criminal e inviable de los valores que rigen al mundo. Basta leer la historia de los últimos 60 años para comprobar que el sistema mundial no dejó nunca de trabajar para el desprestigio cubano. Para poner al liberador en el lugar del opresor. La Cuba humanista fue estigmatizada como una tiranía, demostrando así las tesis frommianas sobre la psicopatía de la comunidad mundial.
Las democracias occidentales europeas tuteladas diplomáticamente por Washington, fueron auténticas promotoras de dictaduras en todo el mundo e iniciadoras de guerras innecesarias para satisfacer sus demandas estratégicas. Fueron estas democracias bipolares y ausentes de sentido humanista concreto, las que han señalado al proceso revolucionario cubano como contrario a todo humanismo cuando –los hechos y los logros lo confirman– ha sido un hito histórico para concebir una nueva forma de entender la política y desde allí aspirar a una construcción social colaborativa.
La ausencia de un contrato republicano burgués en Cuba –centro de las críticas mundiales– se debió sin dudas a dos factores muy claros: el primero a que el proceso iniciado por Fidel Castro fue una revolución, y las revoluciones casi nunca admiten mecanismos democráticos cuando existen agentes externos que sabotean sus avances. La Revolución Francesa de 1789 no triunfó del todo hasta la Tercera República de 1870, precisamente porque allí el poder de la aristocracia dejó de amenazar las instituciones surgidas de la Revolución.
De manera análoga, en el feroz acoso estadounidense sobre Cuba deben buscarse las razones de que su Revolución no haya podido dar el siguiente paso hacia otras formas de gobierno. Fidel no fue un dictador, sino un indispensable pararrayos revolucionario frente a la sistemática devastación norteamericana. Y si la Revolución Cubana no pudo –o no quiso– adscribir a un gobierno clásico burgués de la democracia occidental, fue porque ese modelo –más que ningún otro– constituía un problema para la supervivencia cubana como entidad soberana, liberada de explotaciones y sujeciones neocoloniales.
Castro siempre supo que el proceso revolucionario profundo aún estaba pendiente en la mayoría de América Latina y para concretarlo había que desoír los esquemas exógenos que los países centrales dan por válidos o útiles. Provistas de esta mirada parcial e ignorante de los fenómenos latinoamericanos, las naciones centrales señalaron como un inadaptado a aquel que supo emancipar a su pueblo y remediar la enajenación de toda una sociedad rebajada por una hegemonía odiosa. No nos caben dudas de que hoy la gran familia internacional es más disfuncional que nunca: más elitista, más xenófoba, más militarista, más concentradora de la riqueza, y por eso la Revolución Cubana sigue en pie, demostrando que otro mundo es posible.