(Radio Café Stereo).- En la ciudad de Ciénaga, departamento del Magdalena organizan e
invitan cordialmente a la jornada de conmemoración de los 90 años de la
huelga laboral y posterior masacre de los obreros bananeros por parte de
las tropas que respaldaban a la empresa transnacional de la muerte
United Fruit Company.
En Colombia el lema es prohibido olvidar. La masacre de las Bananeras fue una matanza de los trabajadores de la United Fruit Company que se produjo entre el 5 y el 6 de diciembre de 1928 en el municipio de Ciénaga, Magdalena cerca de Santa Marta (Colombia). La masacre fue el bautizo con sangre del naciente movimiento obrero en Colombia, derrame de sangre por cuenta de las políticas de terror de la oligarquía criolla, situación que aún no se detiene en el país, como lo demuestra el informe del relator especial de la ONU para los derechos humanos, Michel Forst, quien denunció recientemente que los asesinatos de centenares de líderes sociales y defensores de DDHH en los últimos años en Colombia son crímenes sistemáticos.
LA MASACRE DE LAS BANANERAS FUE UN 6 DE DICIEMBRE QUE NO HA PASADO TODAVIA
...Jorge Eliecer Gaitán visitó la región y tras regresar a
Bogotá, en el congreso denunció la forma cómo el ejército colombiano por
orden del gobierno asesinó a miles de mujeres, hombres y niños para
proteger los intereses de la United Fruit Company. El General Cortés
Vargas, quien fue exonerado por estos hechos explicó que decidió atacar a
los manifestantes, para impedir que los buques de guerra de los Estados
Unidos invadieran el territorio colombiano para proteger a la
multinacional extranjera.
Así relata Gabriel García Márquez en Cien años de soledad la masacre:
La
huelga grande estalló. Los cultivos se quedaron a medias, la fruta se
pasó en las cepas y los trenes de ciento veinte vagones se pararon en
los ramales. Los obreros ociosos desbordaron los pueblos. La calle de
los Turcos reverberó en un sábado de muchos días, y en el salón de
billares del Hotel de Jacob hubo que establecer turnos de veinticuatro
horas. Allí estaba José Arcadio Segundo, el día en que se anunció que el
ejército había sido encargado de restablecer el orden público. Aunque
no era hombre de presagios, la noticia fue para él como un anuncio de la
muerte, que había esperado desde la mañana distante en que el coronel
Gerineldo Márquez le permitió ver un fusilamiento. (...)
La
ley marcial facultaba al ejército para asumir funciones de árbitro de
la controversia, pero no se hizo ninguna tentativa de conciliación. Tan
pronto como se exhibieron en Macondo, los soldados pusieron a un lado
los fusiles, cortaron y embarcaron el banano y movilizaron los trenes.
Los trabajadores, que hasta entonces se habían conformado con esperar,
se echaron al monte sin más armas que sus machetes de labor, y empezaron
a sabotear el sabotaje. Incendiaron fincas y comisariatos, destruyeron
los rieles para impedir el tránsito de los trenes que empezaban a
abrirse paso con fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del
telégrafo y el teléfono. Las acequias se tiñeron de sangre. (...)
Leído
el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un
capitán sustituyó al teniente en el techo de la estación, y con la
bocina de gramófono hizo señas de que quería hablar. La muchedumbre
volvió a guardar silencio.
-Señoras y señores -dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada-, tienen cinco minutos para retirarse.
La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del plazo. Nadie se movió.
-Han pasado cinco minutos -dijo el capitán en el mismo tono-. Un minuto más y se hará fuego.
José
Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo
entregó a la mujer. «Estos cabrones son capaces de disparar», murmuró
ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante
reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a
las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa
profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a
aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José
Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y
por primera vez en su vida levantó la voz.
-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta.
Al
final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una
especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos
de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una
farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con
engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se
veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve
reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre
compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea.
De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el
encantamiento: «Aaaay, mi madre.» Una fuerza sísmica, un aliento
volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro de la
muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo
apenas tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el otro
era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.
Muchos
años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los
vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo
lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el
aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle
adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese
momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de
ametralladoras abrió fuego. Varias voces gritaron al mismo tiempo:
-¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!
Ya
los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de
metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de
volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y
los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se
movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de
la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin
tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que
poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo
sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por
las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio una
mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio,
misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio
Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre,
antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la
mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto
mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.
Cuando
José Arcadio Segundo despertó estaba boca arriba en las tinieblas. Se
dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso, y de que
tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los
huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas, a
salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y
sólo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos. No había
un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central. Debían de
haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres
tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia
de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron
tiempo de arrumos en el orden y el sentido en que se transportaban los
racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio
Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba
el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de
madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los
muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como
el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía
refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba
enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con
que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer
vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta
que el tren acabó de pasar. Era el más largo que había visto nunca, con
casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y
una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y
verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y
sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los
soldados con las ametralladoras emplazadas.
Después
de medianoche se precipitó un aguacero torrencial. José Arcadio Segundo
ignoraba dónde había saltado, pero sabía que caminando en sentido
contrario al del tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas
de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de cabeza terrible,
divisó las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del
café, entró en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba
inclinada sobre el fogón.
-Buenos -dijo exhausto-. Soy José Arcadio Segundo Buendía.
Pronunció
el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba
vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una aparición al
ver en la puerta la figura escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa
sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo conocía.
Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el
fogón, le calenté agua para que se lavara la herida, que era sólo un
desgarramiento de la piel, y le dio un pañal limpio para que se vendara
la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le
habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del
fuego. José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el
café.
-Debían ser como tres mil -murmuró.
-¿Qué?
-Los muertos -aclaró él-. Debían ser todos los que estaban en la estación.